Ya, más de tres meses sin una triste metedura de pata que llevaros a la boca. No es que no haya macguseado: es que no he tenido tiempo ni ganas de contar nada. Ha sido una temporada más frenética de lo habitual. Casi nada.
Mi aniversario aquí me pilla de post-mudanza. Claire me soltó la bomba de que su novio se quería venir a vivir con ella y tres son multitud. Como diría Tonino Carotone, “Me cago en el amor”. Así que he estado con el hocico metido en el ordenador buscando piso como una desesperada. Si tienes más de 30 años y no puedes permitirte un piso exclusivamente para ti, la cosa está dificililla tirando a muy jod... La mayoría de anuncios son para estudiantes, se supone que a mi edad si has hecho las cosas medio bien deberías vivir o con la familia que has formado o tener la capacidad económica de vivir solo. Si las has hecho como yo… Pues eso.
Veo agujeros estándar y agujeros inmundos cerca del centro y sitios decentes a tomar viento. Difícil elección. Y con el estrés de que tienes que decidirte inmediatamente. Un piso que ves por la tarde está vendido a la mañana siguiente. Por lo que a últimas me meto en un piso decente que no está a tomar viento, pero compartiendo con otras cuatro personas. La cura para la misantropía. Y para una motilidad intestinal veleidosa.
Al poco de vivir aquí, estoy en la cocina con una compañera (a saber su nombre) y cuando sale la luz se apaga. Vale que no tengamos que ser hermanas, pero lo de apagar la luz al salir estando yo dentro me parece poco amigable. Luego pienso que quizá ni se ha dado cuenta, que ha sido un gesto automático. Cuando le doy al interruptor y la luz no vuelve, le doy al del pasillo y nada, al del baño y nada, pienso que quitar la corriente se acerca a la psicopatía. Hasta que oigo una exclamación muy británica que empieza por efe y ella y otro compañero aparecen. Me explican que hemos gastado la tarjeta. Resulta que en este piso la luz se recarga como una tarjeta de móvil. Y nos hemos fundido la tarjeta, nunca mejor dicho. Hay que ir a una tienda a recargarla. No dando crédito, me ofrezco a hacerlo para aprender cómo funciona esto. Son casi las diez de la noche. Menos mal, porque después la tienda estaría cerrada y tendríamos que iluminarnos con los móviles hasta el día siguiente. A ver quién enciende una vela aquí, con tanta moqueta. Hablando de eso, también he podido comprobar que la alarma de incendios funciona perfectamente. Una compañera quemó su comida sólo para hacerme una demostración práctica. También puede ser que la cocina no sea lo suyo.
Otro aspecto que me ha tenido ocupada ha sido el trabajo. Mis jefes quieren que me vaya entrenando en las actividades para familias que hacen un día por semana: cantar canciones infantiles para padres e hijos. Estos vienen y se sientan alrededor de la cantautora, quien canta y representa rimas infantiles. Al menos me servirá para aprender inglés. Ya me he metido (literalmente) en la piel de la mascota, mando fotos dedicadas a quien las pida. España se me quedaba pequeña artísticamente, pero no se me ha subido a la cabeza. Aún. Cuando en la biblioteca me pidan bises de “Twinkle twinkle little star” ya hablaremos.