Voy de nuevo a bailar. Doy brincos durante tres horas, me levantan en volandas, me dan vueltas, me empujan, me pisan, piso, choco, me quedo sin aliento… Lo que es tradicionalmente un Ceilidh. Al acabar, Donald, uno de los “regulars” (bailarines experimentados que no se pierden ni un sarao) me sugiere que vayamos al pub con ellos. Me encantaría, pero perdería el último autobús. Me pregunta a dónde voy y cuando se lo digo se ríe, asombrado. Vive a un minuto de allí, me puede llevar en coche luego. Ahora quién dice que no.
Ah sí: yo. Porque me doy cuenta de que apenas me quedan unos peniques. He gastado lo que tenía en comprar el ticket para el siguiente Ceilidh, pensando que no necesitaría más dinero esta noche. Me dice que por eso no me preocupe, que él me invita. Me trago el apuro y acepto. Cuando estamos saliendo, David, otro de los “regulars” que es la viva estampa de Papá Noel, pregunta: “Esas botas, ¿de quién son?”. Ostras, me las dejaba allí. He venido con las botas de nieve y aquí las he cambiado por mis deportivas. David me mueve la cabeza para asegurarse de que la tengo sujeta al cuerpo. Sí, sujeta está. Operativa, no tanto.
Así que nos vamos Jana, su amiga y yo con el clan del kilt al pub. Ceilidh, kilts, pub, nieve. Si esto no es integrarse…
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