El vendaval se intensifica, los autobuses no prestan servicio, se recomienda no salir a la calle. Me decido a disfrutar de un día en casa sin remordimientos: no por pereza, sino por ser una ciudadana juiciosa que sigue los consejos de las autoridades locales. Claire se me acerca con una sonrisa de oreja a oreja, con unos cacharros en la mano a medio camino entre esquíes y aletas de natación y me suelta: “Como sé que te encanta probar cosas nuevas, vamos a ir a Calton Hill y mientras tú experimentas con esto yo esquío”. Le comento de pasada lo de la alerta roja debida a la nieve y al viento, que la sensación térmica es de doce grados bajo cero y que recomiendan permanecer en los hogares. Me responde que eso es sólo para los coches. Por aquí no, Claire: vale lo de contar murciélagos en un bosque solitario de noche, pero convencerme de que suba a Calton Hill con este tiempo… Hay que estar como una cabra.
Y hay bastantes, allí. Ella va con los esquíes por la acera, despertando comentarios divertidos entre los paseantes. El viento clava la nieve en mi cara, no veo nada porque no puedo mantener los ojos abiertos y me pregunto qué narices se me ha perdido a mí en la calle hoy. Mientras ascendemos, nos cruzamos con niños y adolescentes con trineos y con dueños responsables paseando a sus perros. En lo alto hay un montón de gente: haciendo fotos, lanzando bolas de nieve, deslizándose colina abajo sobre lo que encuentran... A estos no los para nadie, ¿no iban a invadir el mundo? Está claro que son incapaces de quedarse en su casa.
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