sábado, 19 de agosto de 2017

FELIZ EN MI DÍA

Mi cumple. Investigo spas para darme un homenaje, pero viendo los precios, me doy cuenta de que no podría relajarme pensando en lo que cuesta cada burbuja. Así que me doy un homenajito en la bañera de casa. La limpio bien con lejía, le echo dos jabones diferentes y añado unas gotas del aceite esencial de limón que compré para quitar el olor a moqueta de mi habitación. Me sumerjo en la bañera dispuesta a quedarme allí hasta que tengan que sacarme con un colador, pero pronto empiezo a sentir pinchazos. No sé si no habré enjuagado bien la lejía, o si es el aceite esencial, o la mezcla de los dos jabones o todo a la vez, pero siento escozor y picor. Obstinada, intento negarlo y me auto convenzo de que estoy relajada y disfrutando de mi momento mientras me rasco como un perrito sarnoso. Bastante rato después, y temiendo que se me caiga la piel a tiras, decido salir. Por suerte, aparte de las marcas de rascarme, la piel está intacta. Parece que voy a conservarla.

Claire se fue temprano a correr cuarenta kilómetros no sé dónde y volverá tarde. No le dije qué día era hoy para no ponerla en un compromiso. Me parece un poco tristón quedarme en casa y me quedé con más ganas de Fringe, así que mando un mensaje al único amigo que tengo. Oliéndome que hoy, entre todos los días, no va a poder quedar. Maldita intuición femenina. Su madre ha venido a visitarlo y va a estar con ella todo el fin de semana. Tampoco le digo nada, sólo que disfrute.

Decido ir al Fringe después de comer y me hago un cuidadoso plan de shows que quiero ver (en realidad es un amasijo de anotaciones caóticas escritas con letra horrible).

Para comer, aprovecho un poco de pasta que sobró de ayer. Pensaba que había más y en realidad son cuatro fussilis y medio, así que les echo mucho queso y jamón para compensar. Pero sigue siendo una birria de plato. Lo complemento con dos bolsas de patatas fritas y aceitunas. Y un té con apple crumble al que le añado mantequilla para gratinarlo.

Salgo hacia el centro. Aunque he planificado los horarios, no recuerdo si tengo que ir por North Bridge o por The Mound. Y como siempre que tengo que elegir entre dos caminos cojo el que no es, voy por el segundo. A quién se le ocurre. Un sábado, en pleno festival. Me meto en un atasco del que no puedo tirar ni para delante ni para detrás. Mirando el reloj y viendo que voy a llegar tarde. Aunque consigo estar en The Three Sisters justo a la hora en que empieza lo que quiero ver. Aún no me he rendido. Pero falta poco (para rendirme, no para lograr mi objetivo). Cruzar el patio del local para acceder a la sala parece totalmente imposible. Y no llevo mi bulldozer encima. Así que después de intentarlo por varios flancos me doy cuenta de que no me va a servir de nada: igualmente no habrá sitio libre dentro.

Me alejo de la zona de barullo esperando una súbita revelación sobre qué hacer ahora.  Y determinada a evitar cruzar The Mound otra vez. Muy orgullosa por haberme acordado de que tengo que cambiar de ruta en vez de coger la misma sin pensar, encuentro otro camino. Frente a unas escaleras infinitas. Me fastidié la rodilla hace unos días, y las rodillas dolientes no hacen la ola ante la perspectiva de una fila interminable de escalones. Pero todo sea por evitar atravesar de nuevo ese embudo humano. Bajo cojeando, convencida de que cualquier alternativa será mejor que la que cogí al venir. Llego al final y tiro hacia la izquierda. Por qué elijo esa opción, a saber. Bueno, sí lo sé. Porque como dije antes, si tengo dos opciones, siempre cogeré la equivocada. Ese camino me hace subir una cuesta que lleva a... sí, The Mound.

Mascullando la canción "Cumpleaños feliz", paso de largo y bajo por otro sitio. Acabo en ¡sorpresa! Princes Street Gardens, pero en el lado contrario al que suelo ir. Qué narices, si los jardines siempre funcionan, para qué voy a buscar otro sitio. Me tumbo en el césped mirando el castillo y las nubes. Se está muy bien. En los ratos en que no se levanta un viento que me congela los huesos. Pero se alterna con momentos de sol. Pienso que me tomaré un pastel para celebrar mi día. Después, porque ahora tengo el estómago revuelto. Quizá la mezcla de pasta con patatas fritas, aceitunas y apple crumble no me ha sentado muy bien.

Cuando empieza a hacer frío de forma constante, me meto en una tienda a ver si encuentro algo de ropa, porque no calculé muy bien al venirme aquí. Cojo unos pantalones para probármelos, y la chica del guardarropa me dice, algo amenazadora, que cierran en cinco minutos. Hoy se me abren todas las puertas. Y encima los pantalones no me quedan bien. Salgo pitando antes de que llamen a los antidisturbios. Aquí se toman lo de cerrar a la hora muy, muy en serio.

Compraré algo de vino para brindar por este fabuloso día. Miro las etiquetas de las botellas como si fueran fórmulas atómicas. No tienen ninguna que diga "Vino para quien no le gusta el vino". Me decido por uno australiano, dejándome llevar por la fama mundial del morapio de esas latitudes. Y porque dice que lleva algo de vainilla. Aunque si me apetece vainilla quizá sería más seguro comprar helado. Pero el helado no se sube a la cabeza y yo quiero alcohol. Ya no sé si para celebrar este día o para olvidarlo...

Claire vuelve justo cuando voy a empezar a cenar y a abrir la botella. Le ofrezco vino y acepta antes de que acabe la frase. Le digo que es mi cumple y me pregunta que por qué no la avisé antes, que hubiese llegado más temprano. Brindamos, charlamos distendidamente, vemos los fuegos desde el comedor y pasamos un rato agradable. Así que la noche acaba bien. Eso sí, de vainilla en el vino ni rastro.

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