sábado, 1 de julio de 2017

OLIVERIA

Hoy dejo mi habitación. Bill me ha ofrecido el sofá de la biblioteca para dormir hasta que me vaya a Portobello el lunes. Durante el día tendré que estar dando tumbos por ahí, porque en la casa no tengo dónde meterme.

Me compro un menú en el Kentucky, para tener otra oportunidad de meter la pata hablando inglés. Cuando el chaval me da mi bolsa con la comida, le pido “nappies” (pañales). El chico, imperturbable, me pregunta si lo que quiero son “napkins” (servilletas). No, quiero pañales para limpiarme la boca, no te fastidia. Y si puede ser, usados. Agacho la cabeza y murmuro “Sí” humildemente. El chico me dice que ya están dentro de la bolsa. Me arrastro hacia la salida.

Voy como siempre (que no llueve) a Princes Street Gardens. Protejo mi hamburguesa de las gaviotas con uñas y dientes, y agarro la bolsa de patatas para que el viento no se las lleve. Yo había venido a relajarme.

Me doy cuenta de que llevo casi un mes viviendo en una sillita plegable. El tiempo que he pasado en la casa ha sido sentada en la silla de tijera de mi habitación. Necesito un sofá. Y una buena siesta. Voy a echármela en el césped. Espero no despertarme en Gales, hace bastante viento.

Cuando me desanclo del césped, veo que mis pantalones y mi mochila están manchados de naranja. Muy manchados. Sin entender nada, abro la mochila buscando un paquete de pañuelos para limpiar el desastre. El interior también está naranja y descubro la causa: los restos de una muestra de crema solar que me apliqué antes de la siesta. La dichosa crema tenía color y ha puesto todo perdido. Hago lo que puedo para limpiarme la ropa y me pregunto cómo tendré la cara. Corro a Marks & Spencer para verme en el lavabo. Esta vez soy previsora y pinto flechas en el suelo de la tienda con los restos de crema para poder encontrar la salida. En efecto, tengo el rostro como un apache en día de fiesta. Me pregunto si algún día dejaré de hacer tonterías, pero prefiero no saber la respuesta.

Hace frío y no me apetece deambular. Al pasar junto a una parada de autobús, hay uno parado que va a Penicuik y me subo a él sin pensarlo. Tengo mi tarjeta de viajes ilimitados por una semana, y así la amortizo mientras conozco un nuevo barrio de Edimburgo sentada y calentita.

Y vaya si la amortizo. Porque Penicuik no es un barrio. Es un pueblo que está a unos 16 kilómetros. Al ver que el autobús se mete en carreteras me inquieto un poco, pero pienso juiciosamente que cuando llegue al final de trayecto tendrá que volver a la ciudad. Luego recuerdo que esta gente circula por el lado contrario al resto del mundo, no usa el sistema decimal, numera las calles siguiendo números primos, toma la cerveza a temperatura ambiente… Está claro que razonamos de manera muy diferente. Así que antes de cruzar la frontera le pregunto al conductor y me tranquiliza. Cuando llegamos a la última parada, hay otra señora que también se ha despistado. Y ella es escocesa. Me siento un poco mejor.

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