domingo, 2 de julio de 2017

OLIVERIA II


El último día en Stockbridge me hace un insólito regalo: asistir a una carrera de patos. De goma. Intento entender el cartel que dice “Duck race. 15 pm”. No por el inglés, que a eso aún llego, si no por el concepto. Me entero de que es un acto benéfico para recaudar fondos: unos días antes se venden los patitos, que van numerados. A las tres los soltarán en el agua y ellos se precipitarán río abajo, donde bajo el siguiente puente un grupo de voluntarios metidos en el agua (12 grados en el exterior) recogerán a los que lleguen primero, dando fe de que son los más veloces. Los dueños de esos patos ganan un premio. Tras los voluntarios hay una red para recogerlos a todos al final de la prueba.

Hay un momento verdaderamente emocionante cuando un patito rebelde consigue burlar la red de contención y uno de los voluntarios sale raudo río abajo en su busca. Los espectadores enloquecen, dándole ánimos a este héroe anónimo (escocés puro, con cejas y barba pobladas, que parece capaz de partir un roble con la única ayuda de sus manos desnudas): “¡Tú puedes hacerlo! ¡Vamooos!” Parece que el patito va a salirse con la suya, pero este titán de pelo blanco no sabe lo que es el fracaso y redobla sus esfuerzos; y en un último sprint que causa taquicardias, consigue cazar al patito. Gritos de júbilo, aplausos, desmayos…



Después de tantas emociones tengo calor, así que me quito el abrigo y decido ir a Princes St. Gardens a echarme una siesta. Llego, me echo. Empieza a llover, me levanto. Busco un sitio donde meterme, deja de llover y sale el sol. Me siento en un banco. Casi me matan de un frisbazo. Estoy yo en mis cosas, sin molestar a nadie, y de repente un frisbee se empotra justo a mi lado haciendo un ruido infernal y dándome un susto de muerte. “¡Sorry, sorry!”. Sí, “sorry, sorry” pero casi no lo cuento. Son unos italianos que se están lanzando el disquito con menos pericia que un ornitorrinco, sin que eso parezca disuadirlos de seguir jugando con él. Ahora casi le arrancan la cabeza a un bebé. Mejor me voy a otro lado.

Vuelve a llover. Me acerco al museo, no por mi interés en las pinturas, sino porque está a cubierto. Cierra en 20 minutos, dudo si entrar o no. Oigo la música de los chicos de siempre y los sigo. Piden que demos palmas y saltemos, pero ahora ha dejado de llover y tengo calor con el abrigo y mi mochila con mi vida encima. Saltar es demasiado esfuerzo. Les compro el CD. Voy a volver para continuar mi siesta, ahora que tengo calor. Me tumbo en el césped, se levanta un viento brutal y empieza a llover.

Mejor voy tirando para el pub donde voy a hacer otro intercambio de inglés. Me había puesto un montón de excusas para no ir, por pereza, pero me alegro de haber acudido. Paso un rato muy agradable y me vuelvo cuando veo que voy a perder el último bus.

Esperando en la parada del 42 cuando NO TIENE SERVICIO LOS DOMINGOS, pierdo el 29 y tengo que esperar media hora hasta que venga el último.

Los autobuses de Edimburgo y yo, una relación sin futuro.

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