Con mis zapatillas deportivas, me siento más ligera (como 1 kilo, que es lo que pesan las dichosas Bestard), y recorro la ciudad grácilmente. Hasta que llego a los semáforos. Hay registros de que a Usain Bolt no le dio tiempo a cruzarlos cuando estuvo en Edimburgo. La duración del muñequito verde es imperceptible al ojo humano. A eso hay que añadir el estrés de que nunca sé si estoy mirando para el lado de la calle que debo, así que miro hacia todos los lados como si me persiguiera la policía... Y entonces el semáforo se ha vuelto a poner en rojo.
Otra cosa alucinante aquí son los enchufes. Ahora sé por qué tienen casas tan grandes allí, para que les quepan los enchufes. Son unos armatostes de tres patas, para los que hay que traer un adaptador que no cabe en una maleta de Ryanair. En mi habitación, el ladrón está algo flojo y el adaptador se queda un poquito colgado. Cuando enchufo el ordenador, el adaptador se vence del todo y se desconecta cada dos por tres. No sé cuántas veces he tenido que volver a encenderlo. Escribo mientras con el pie aprieto el enchufe contra la pared. El sueño de un técnico de seguridad laboral.
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Proporción real enchufe británico-Tierra |
Llevo un descontrol total con la luz solar: a las once de la noche aún no ha anochecido del todo y a las cinco de la mañana vuelve a ser de día... Loquita voy.
Todo me parece muy bonito: las tiendas, los cafés... Los precios son más feíllos.
El barrio donde vivo está a unos veinte minutos andando del centro. Eso sí, todo es cuesta (arriba, siempre arriba), madre de Dios. Me he perdido unas tropecientas veces, pero preguntando se llega a Roma. Y si me despisto me paso y todo.
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