Molida, escribo esto mientras duermo.
Me tocan unos baños que parecen el
aeropuerto de Nueva York en los días previos a Acción de Gracias; no he visto un flujo de gente
igual. Mi compañera es una escocesa rubicunda de pelo rojo y crespo que parece
sacada de la aldea más profunda de Escocia y habla como un Klingon comiendo
polvorones. Lo que es nada. No la entiendo en absoluto. Le pido que repita y
repita hasta que me rindo. Ruego porque en ningún momento me diga que hay una
fuga de gas y tenemos que salir pitando. Asiento, exclamando “Ah” de vez en cuando para aportar un poco a la conversación.
Hay un momento de descontrol absoluto cuando los organizadores deciden dejar que los hombres entren en nuestro baño mientras arreglan una fuga o no sé qué en el suyo. El cachondeíto es monumental. Ellos entran bromeando ¡y la mayoría no se molesta en cerrar la puerta! Claro, su servicio es una especie de abrevadero común donde todos orinan en alegre hermandad, y encontrarse ahora con una taza individual y una puerta los descoloca, no son capaces de usarla.
Limpiamos baños como si el futuro de la raza humana
dependiese de ello. A las nueve de la noche parezco una autómata, pero no dejo
de pasar el paño. No creo que pudiese, pienso que he encendido algún tipo de
automático. Wanda, (creo que se llama Wanda, a saber) sale media hora antes, me
pregunta si estaré bien sin ella. Esto lo entendí porque dijo “You OK?”, sería
difícil desvirtuarlo tanto. Aunque a lo mejor me dijo que se largaba y que ahí
me pudriese.
Cuando llego a casa, estoy tan reventada que al salir del
baño olvido que hay tres escalones y me los como. Sólo mis reflejos felinos me
salvan en el último momento de dejarme la cara grabada en la moqueta de Bill.
Pero me alegro de que no me haya visto nadie.
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