sábado, 3 de junio de 2017

AEROPUERTO

Mi primo Joaquín, que es más majo que las pesetas, insiste en llevarme al aeropuerto. Pero cambia de opinión cuando ve las pintas que llevo: como voy con Ryanair en la maleta sólo me cabe el cepillo de dientes, así que decido llevarlo todo encima: mis botas de 7 leguas (unas Bestard que llevan catorce años protegiéndome de la lluvia, pero que discretas no son), un pañuelo al cuello y un abrigo. En Sevilla, a 40º. 

Así que se echa atrás horrorizado cuando ve lo que va a llevar al lado: él es una figura respetada en la ciudad y no quiere arruinar su reputación. Aterrorizada ante la idea de tener que ir hasta la parada de autobús de esa guisa, lo soborno prometiéndole que le haré trufas de chocolate cuando vuelva. En el fondo es un bendito y al final me lleva. Después de ponerse unas gafas de sol enormes, una gorra y cambiar la matrícula de su coche.

En la entrada del aeropuerto me echa del vehículo en marcha y acelera desapareciendo tras una nube de polvo. Recojo mis cosas del suelo y me dispongo a pasar por el control de seguridad. Esta vez no me pillarán: he separado en una bolsa las baterías de todos los aparatos electrónicos; todo lo metálico; el billete en la boca; las botas en la bandeja; no llevo líquidos, he hecho pis antes de pasar... 

No hay manera. La bolsa donde juiciosamente he apartado todo lo electrónico lleva demasiadas cosas y no pueden diferenciarlas por el escáner. Tengo que separar el contenido en dos bandejas. AENA siempre gana.

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